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Diario Página 12
31-03-1998
Espectáculos
Por Fernando
D´addario |
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Ciento veinte mil
personas abarrotaron anoche y el domingo el estadio de River Plate para convertirse en
parte activa del espectáculo que propone el grupo que para muchos es el más
importante de la historia del rock. El jueves y el sábado, aquí con Bob Dylan,
nuevas funciones.
El prejuicio era obvio, pero
sepultaba con dosis de escepticismo pragmático años de militancia en estas
cuestiones del "sentimiento rockero": se suponía que nada ni nadie, ni
siquiera los mismos Rolling Stones, podrían igualar la emoción de su primera visita hace
tres años.
Bastó que un hombre de 54 años,
dueño honorífico del ADN del rhythm'n'blues blanco, y portador de una evidente resaca de
batallas inconclusas con la vida, pulsara el riff de "Satisfaction" para que
nada de aquello tuviese sentido.
Cuando Keith Richards se plantó
arriba del escenario, el erizamiento de la piel colectiva en la cancha de River marcó que
ciertas pasiones en este país son imprescriptibles.
"Qué bueno estar aquí de
vuelta", saludó al público Mick Jagger en un castellano más que correcto
(evidentemente su anterior matrimonio con la nicaragüense Bianca sigue dando sus frutos),
aunque ignorando el costado elíptico de la frase. De todos modos,con seguridad Jagger
coincidiría en que estar de vuelta es muy bueno, sobre todo cuando permite redimir
cualquier falencia artística en nombre de la inimputabilidad que implica, precisamente,
ser un rolling stone. Porque está claro que lo de los Stones, después de 35 años, pasa
por otro lado. Con los shows del domingo y el de anoche, casi 120 mil almas se entregaron
a un ritual que en la práctica no reconoce comparaciones con ninguna otra fiesta
colectiva, sea o no de rocanrol. Jagger, Richards y Cía, le dieron a su gente la música
que quería escuchar. Una catarata de hits cuyo certificado de invulnerabilidad resiste,
inclusive, la interpretación actual de los Stones. En la primera hora del concierto ya
habían pasado por las armas clásicos como "Let's spend the night together",
"Gimme shelter" (impresionante la voz de Lisa Fischer), la conmovedora
"Sister Morphine" e "It's only rock and roll". Irresistible.
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¿Cuál show es mejor, éste o el del '95?
Por Bobby
Flores
Este show me gustó realmente mucho, porque me gustan los Stones. Es como Sharon
Stone: miro sus películas y sé que algunas son muy malas, pero prefiero ver una mala de
ella que una buena de Chaplin.
Objetivo no puedo ser:
los Stones son como Boca, pueden jugar mal, pero si ganó nos hacemos los boludos.
Yo los vi en Chicago,
en Nueva York, en Río, en Washington, y el único lugar donde se genera esa locura es
acá. Herbert Vianna, que abrió el show de ellos en Río, pidió entradas para Buenos
Aires, sólo para asistir a esta fiesta.
Creo que la diferencia
con la gira de Voodoo Lounge es que éste es más directo al corazón. En el '95
presentaron temas nuevos, en éste ni siquiera tocaron el hit del último disco.
En Voodoo Lounge
querían demostrar que todavía estaban vivos. Este es artillería pesada, empiezan con
`Satisfaction', que es toda una declaración de principios. Este es un show para el fan, y
para demostrar lo que pueden hacer todavía.
Me parece que el plato
fuerte es el sábado, con Dylan. Están llegando periodistas de todo el mundo, de Spin, de
Rolling Stone, del Washington Post... es histórico, son Dylan y los Stones juntos, y en
un lugar exótico.
Me hace acordar a la
pelea de Mohammad Alí y George Foreman en el Zaire. Creo que en EE.UU. y Europa sienten
algo así como `se van a juntar, lo van a hacer, y lejos de nosotros'.
Dentro de diez años
vamos a tener dimensión de lo que es esta reunión. Se van a hacer videos de lo que pasó
en 1998 en Buenos Aires y vamos a aparecer ahí, contando lo que sentimos. Todos estamos
ansiosos esperando el 4 de abril.
Por Fabián
Quintiero
Este show lo disfruté aquí después de haberlo visto en Miami. Las dos veces la pasé
bárbaro. Sin embargo, tengo claro que la diferencia en la Argentina la hace la gente.
Stones en la Argentina no es lo mismo que en el resto del mundo.
Como la gente es
devota, ellos se potencian en el escenario. El resultado es que están mejor que en otras
partes, sienten diferente.
Hay cosas que sólo pasan acá: algunos coritos de las canciones que la gente repite o las
alabanzas a los músicos, cuando Richards se prosterna ante Charlie Watts... En Miami los
gringos comían panchos y andaban de acá para allá.
El anterior show,
Voodoo Lounge, fue muy impactante porque era la primera vez, te pegaba distinto. Sin
embargo, este segundo igual fue una maza. Los Stones le pegan una paliza a la gente, una
paliza de onda, de rock, de música, de sonido, de espectacularidad, de historia.
Y la gente se va
plena. Obtiene satisfacción. Es así. Yo coincidí con todos mis amigos: fue una paliza.
Pero te tienen que gustar.
Es un show para fans, si no los ves una vez y listo. Hay que participar de la fiesta, te
tenés que meter, conociendo los temas y lo que significan. No es un lugar para modernos
ni para tecnos.
Los shows son buenos.
Todo es grosso, tienen demasiada onda. Y el carisma de Jagger es indiscutible: canta y
baila, pero lo hace de una manera muy sexy, que gusta a hombres y a mujeres. Es
increíble. Me divierto viendo a los Stones. Disfruto con Richards y sus payasadas, sus
alabanzas, sus gestos. Y ese final, con cohetes y papelitos brillantes, espectacular... Un
final de fiesta impresionante. |
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Algunas lagunas en medio de
un set de poco más de dos horas no elipsaron la sensación de que todos los tics, todas
las emociones, todo el imaginario rockero estaban sintetizados en el feedback que se
produce cuando allá arriba están sus majestades satánicas y allá abajo el
incondicional público argentino.
En el andamiaje de los Stones no
había resquicio previsto para la sorpresa, y sin embargo, cada minuto de show le abrió
paso a una arista sorprendente, y no por voluntad de la banda. ¿Quién podía imaginar la
respuesta conmovedora del público ante canciones de Bridges to Babylon ("Flip the
switch" o "Saint of me", por ejemplo) que parecían destinadas a pasar
rápido vía MTV y ser archivadas? También es difícil entender cómo Richards no ha
podido aprender aún su parte de guitarra correspondiente a "Let's spend the night
together", teniendo en cuenta que el tema en cuestión fue editado en enero de 1967
(es decir, hace 31 años). El domingo estaba algo bebido, eso sí, pero casi siempre lo
está. Ron Wood payaseó como de costumbre (de los cuatro, es sin dudas el que menos toca)
y Charlie Watts permaneció inmune a todo. Y el bajista Darryll Jones, empleado de lujo,
es técnicamente el más competente, pero ¿a quién le importa?.
El otro milagro permanente es
Jagger. Aunque los Stones como grupo se empeñen en desacreditar la derivación de la ley
darwiniana en asuntos rockeros, al menos Jagger sustituyó su naturaleza evolutiva por un
contrato a perpetuidad con el espíritu de Dorian Grey. A los 55 años, se movió por el
escenario con el glamour de sus 20 y una destreza física que envidiaría más de un
futbolista de 25. Desplegó su arsenal de seducción avalado por un registro vocal
intacto, que opera como una barrera infranqueable para el proceso de decadencia del grupo,
una decadencia que, si se corrobora en algún punto, es evidentemente inocua, porque no
deteriora el poderío de la banda.
El condimento escenográfico del
puente le dio otra dimensión a un set cuya virulencia venía declinando después de una
hora de palo y palo. Y "Like a Rolling Stone" (aún con los pifies de rigor) se
constituyó en un momento especial, que prenuncia lo que podría ocurrir el próximo
sábado, si en ese cuadradito infernal cabe un lugarcito para el gigante Bob Dylan. Y hubo
tiempo para una media hora final demoledora. ¿Qué otra cosa puede pasar si los Stones
tocan, así como así, "Tumblin'dice", "Honky Tonk Women", "Start
me up", "Jumpin'Jack Flash" (furiosa versión, con miles de personas
revoleando remeras, imitando --por supuesto-- a Jagger), "You can't always get what
you want" y "Brown sugar". No eran necesarios fuegos artificiales, los
juegos de luces (austeros pero impecables), las bengalas y las nubes de papel picado que
cerraron las noches. Esas canciones hubiesen bastado. Pero también hubo todo eso, y una
espectacular pantalla circular de video, para exacerbar la grandilocuencia de una banda
que en algún rincón de su alma necesita sentirse compatible con el gigantismo visual de
estos tiempos.
Algunos están convencidos de que
los Stones son la banda de rock and roll más grande de la historia. Otros piensan que
deberían retirarse. Y hay quienes avalan ambos enunciados. Y por encima de todas las
especulaciones están ellos, más cínicos que nunca, indestructibles, atados a la
permanente demostración de que el rock puede ser un lugar de unanimidad.
Un romance
indestructible,
ARGENTINA, PATRIA STONE
Ninguna banda,
internacional o local, puede causar el mismo frenesí que causan los Stones en la gente.
Ninguna. Algunas postales: un chico con muletas que da vueltas a la cancha, como
cumpliendo una promesa, gritando "gracias Dios mío". Otro que entra corriendo a
la cancha, diciendo "5 veces la otra vez, cuatro veces ésta, 9 veces con los
Stones". La cancha de River cubierta de lenguas, de todos los tamaños, en las
remeras, en las plateas, colgando de las banderas, en tatuajes, pintadas en la cara, en
vinchas, aquí, allá y en todas partes.
Sobre la avenida
Udaondo se instaló una furgoneta que pasaba temas de los Stones. Enseguida, un grupo de
chicos la rodeó, abrió un círculo y, en el medio, varios se pusieron a imitar a Jagger,
con una remera húmeda y enroscada a modo de micrófono. Adentro estaba prohibida la
pirotecnia, pero de alguna manera muchos lograron pasar bengalas rojas, preparadas para
ser encendidas en momentos estratégicos: al principio del show, con
"Satisfaction", y durante la infinita "Sympathy for The Devil". A las
ocho de la noche, dos horas después de que se abrieran las puertas del estadio, quedaban
pocos afuera: toda la gente llegó muy temprano y entró enseguida. La expectativa era
enorme, casi como si fuera la primera vez. "Es que no te cansás de verlos
--coincidían varios--, yo podría escucharlos tocar horas y horas, días."
Cada tema fue
celebrado como un himno, incluso (y quizá sorpresivamente) los de
Bridges to Babylon. En el campo se acomodaba el público más furioso, el que en el show
de 1995 patentó el revoleo de remeras que Jagger imitó entonces y promovió esta vez. En
las plateas estaban los stones que pudieron pagar los 120 pesos que costaba la mejor
ubicación, pero que no eran menos entusiastas a la hora de ovacionar a Keith Richards y
Charlie Watts durante 10 minutos. Inútiles eran los pedidos desesperados de algunos, que
le pedían a la gente que se sentara porque no podían ver: el pedido parecía, por lo
menos, ridículo. Muchos arriesgaban definiciones emocionadas, como Javier, treintañero
de Ituzaingó, fan de toda la vida: "Muchos me dicen que ellos son las cenizas de lo
que fueron, y que por eso todavía son buenos, por eso de que 'donde hubo fuego'... pero
para mí son brasas, que no se apagan, que siguen dando calor, que sirven para encender el
fuego de vuelta". |